
16 Oct La paradoja de la excelencia
Por Andrés Gutiérrez
No recuerdo exactamente la primera vez que vi a Catalina aunque sí recuerdo el día en que ocurrió. Se trataba de la primera sesión de una clase de liderazgo. El que no recuerde a Catalina en ese primer día sólo me indica que ella era una joven promedio que no llamaba la atención. No era una persona especialmente atractiva, pero tampoco era alguien que desentonaba con su entorno. Tenía el privilegio de ser parte del común.
En esas primeras sesiones siempre me veía en aprietos para explicarle a mis estudiantes por qué creo que, a pesar de todo, no debería darse una clase de “liderazgo” o por lo menos no debería llamarse así. La escuela de Negocios de esta universidad plantea que el sentido de la clase es lograr desarrollar en los estudiantes unas competencias que les permita dirigir empresas o proyectos productivos. Parten del supuesto que la competencia de liderazgo es indispensable en el mundo laboral de hoy, si se quiere ser competitivo en el mundo productivo, sin importar el cargo que se tenga o la ubicación en la organización.
El problema que tenía – y aún lo tengo – con ese supuesto es la tendencia que existe a entender el liderazgo como cierta capacidad para manejar a los otros y la sobrevaloración que se hace de ese rol – el que maneja, el que conduce, el guía – sobre el rol de los “otros” -los manejados, los conducidos, los guiados -. Este imaginario termina siendo terriblemente injusto con personas del común como Catalina o como yo.
Por esto, la clase se planteó mejor como un espacio – un laboratorio – para experimentar dinámicas de cooperación. En ella, los estudiantes se dividían en grupos de 5 personas y trabajaban alrededor de un proyecto de manera que cuando lo hacían, no sólo experimentaban diferentes formas de trabajar y coordinarse entre ellos, sino que también hacían las veces de “científicos sociales” y examinaban y reflexionaban sobre la forma como habían funcionado como grupo.
Así que Catalina fue recibida en un grupo con otros cuatro compañeros de la clase, algunos de los cuales se conocían entre sí, pero en donde ninguno la conocía a ella.
Para la evaluación correspondiente al primer corte me entrevisté con cada uno de los estudiantes y les pregunté sobre el desempeño propio y el del grupo. Los compañeros de Catalina me dijeron que ella no aportaba mucho, que tenía la tendencia a quedarse callada en las reuniones de trabajo y que siempre llegaba tarde (entonces recordé que también llegaba tarde a clase).
En términos generales la veían como una persona desinteresada, muy poco comprometida y como una mala estudiante que resultaba ser una carga para ellos y que incluso podría afectar su nota. Algunos incluso me manifestaron su intención de expulsarla del grupo y cuando les recordé que las reglas del juego contemplaban, no sólo que los grupos se debían mantener hasta el final del semestre, sino que además la nota de ese trabajo específico era la misma para todos los integrantes, lo sintieron como una injusticia.
la clase se planteó mejor como un espacio - un laboratorio - para experimentar dinámicas de cooperación.
Así que los motivé a que resolvieran la situación (aprender a resolver esas situaciones era justamente el objetivo pedagógico del curso), que buscarán la forma de aprovechar el recurso humano que era Catalina, que la involucraran en el trabajo, y que examinaran que estaba pasando con ella y con ellos para haber llegado a esta situación.
Pero entonces llegó el momento de hacerle la entrevista a Catalina. Lo que encontré fue todo menos desinterés. Ella, con mucho esfuerzo, logró contarme ciertas cosas de su vida. Se trataba de una joven timidísima que por eso era fácilmente asumida como antipática y desinteresada. Había nacido y se había criado en una familia campesina de Boyacá – seguramente su timidez era una herencia de esa cultura bonachona e introvertida que es la boyacense – y estaba haciendo un esfuerzo inmenso por desvanecer su apariencia campesina y verse como una estudiante más de una universidad privada de Bogotá. De cierta forma lo había logrado, y como una estudiante más había sido juzgada.
Me contó que sus padres se negaron a apoyarla en sus estudios. Ella había decidido entonces venir a Bogotá a intentarlo sola. Que para hacerlo tenía que trabajar en la plaza de mercado (por ser campesina tenía contactos que la habían ubicado manejando la contabilidad y los inventarios de un puesto de frutas y verduras). Que con ese trabajo se mantenía y pagaba la matrícula, nada barata. Y que se la pasaba batallando para cuadrar sus horarios de estudio y trabajo para que interfirieran lo menos posible y para intentar llegar a tiempo siempre a todo, aunque pocas veces lo lograba.
Su situación en el grupo era paradójica. Era la única que tenía experiencia laboral. De hecho, y a pesar de ir sólo en segundo semestre, era la única que tenía conocimientos prácticos en contabilidad. Sus compañeros sólo se dedicaban a estudiar, Marketing unos y administración los otros, y nunca se habían tenido que enfrentar a las decisiones prácticas que el “mundo laboral” exige, aunque se desenvolvían muy bien en las actividades académicas. Catalina era la persona que más podía aportar al proyecto pero la que menos era aprovechada.
Intenté por todos los medios cambiar la dinámica relacional de ese grupo. Sobretodo, realicé ejercicios para que se conocieran, establecieran lazos de confianza y sentaran las bases para reconocer las fortalezas de los otros y comenzaran a cooperar. Nada sirvió. Sentí que los compañeros de Catalina se mantenían en su prejuicio de que ella era una carga, prejuicio que siempre les impidió reconocer todo lo que ella podía aportar. Sentí que ellos se mantenían en la postura ególatra de asumirse como los realmente aplicados, postura que finalmente les estaba afectando en su desempeño y los estaba llevando a recibir calificaciones propias de desaplicados. Sentí que en su afán de obtener buenos resultados estaban arrasando con sus posibilidades de trabajar para generar sinergias. Los sentí irreflexivos.
Lo que sí resulta sorprendente es que las preocupaciones por los resultados, preocupaciones que en nuestros estudiantes se manifiestan por interesarse sólo en las calificaciones, está negando la aparición de caminos alternos, no individuales sino cooperativos, en donde se pueden construir grandes proyectos que a la postre generan mejores resultados. Hay una inconsecuencia gigantesca en nuestra academia, especialmente en las facultades de administración y áreas afines, en pensar que formando individuos en el paradigma de la excelencia se logra tener adultos altamente productivos y muy satisfechos con su vida.
En realidad, lo que estamos formando son personas incapaces de ver alternativas, de reevaluar sus posturas propias y de valorar las posturas ajenas. Sobre todo, estamos formando personas con grandes dificultades para construir sistemas productivos complejos y cooperativos. Y es la forma como se ha comprendido la excelencia la que nos ha llevado a esta situación.
Piénsese no más en cuantas personas como Catalina han sido excluidas, incluso auto-excluidas, de espacios laborales o formativos prometedores aun cuando podrían aportar a ellos. Piénsese en la frustración que hemos cultivado – como una emoción social- y que se replica en nuestros jóvenes cada vez que sienten que en esa carrera por el éxito se están quedando rezagados y que es mejor, entonces, abandonarla. Piénsese en la indolencia que también hemos cultivado cada vez que alguno de nuestros jóvenes sigue sin escrúpulos en esta carrera sin ser capaz de detenerse para tan sólo mirar – ni que decir recoger – a los que se han quedado atrás.
Al finalizar el semestre el grupo de Catalina presentó un proyecto mediocre e inconexo. Era un trabajo que claramente había sido elaborado por partes sueltas que, a pesar de estar en un mismo documento, nunca lograron integrarse. Era la metáfora perfecta de lo que sucedió con el grupo: un cúmulo de individuos que nunca lograron integrarse para hacerse partícipes de un grupo y se quedaron como simples partes sueltas.
Catalina, según me contó mientras me confesaba su sensación de soledad, se estaba debatiendo si se retiraba o no de la universidad. Muchas de las posibilidades de movilidad social de su familia dependían de esa decisión. No volví a saber nada de ella. Si finalmente tomó la decisión de abandonar sus estudios, entonces se habrá perdido gigantesca oportunidad de mejorar la calidad de vida de una familia, sus futuros descendientes y la sociedad entera; la universidad habrá acumulado otro de sus fracasos; y yo, como profesor, tendré que aceptar mi incompetencia para trabajar en lo que más importa: la vida misma.
AGP
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